domingo, 17 de octubre de 2010

La Piedra


El Che con sus padres


 
A finales de abril de 1965 un grupo de aproximadamente 100 cubanos arribaba al Congo Belga, hoy Zaire, reclamados por la dirección del Movimiento de Liberación Nacional en el país africano.
Entre los recién llegados se encontraba un hombre de facciones y acento de voz latinos.



   A los anfitriones se les hizo creer que por su jerarquía era el tres, cuyo nombre en el dialecto swhaili hablado por los habitantes de aquella región era Tatu, sustantivo que se hizo célebre por la actitud y el carácter de quien lo ostentaba: el Comandante Ernesto Guevara de la Serna.
   Difíciles momentos vivió en los parajes africanos, pero quizás hubo uno, como ningún otro, en el que puso a prueba  su condición humana, de hombre y de jefe.
   Fue un día de mayo cuando Osmany Cienfuegos (hermano del legendario Comandante Camilo Cienfuegos) le dio “la noticia más triste de la guerra: en conversación telefónica desde Buenos Aires informaban que mi madre estaba muy enferma, con un tono que hacía presumir que era simplemente un anuncio preparatorio. (...)
   “Tuve que pasar un mes en esa triste incertidumbre, esperando resultados de algo que adivinaba pero con la esperanza de que hubiera un error en la noticia, hasta que llegó la confirmación del deceso de mi madre”.
    La narración, escrita en cinco hojas de su libreta de apuntes evidencia la sensibilidad del Guerrillero Heroico. En ella se mezclan reflexiones filosóficas, aguda ironía, dolor y el amor de hijo pródigo. A continuación se plasman algunos fragmentos del conmovedor relato que dan la medida del estado emocional del Che en instantes tan dramáticos.
   “Me lo dijo como se deben decir estas cosas a un hombre fuerte, a un responsable, y lo agradecí. No me mintió preocupación o dolor y traté de no mostrar ni lo uno ni lo otro. ¡Fue tan simple!. Me pregunté si se podía llorar un poquito. No debía ser, porque el jefe es impersonal; no es que se le niegue el derecho a sentir, simplemente, no debe mostrar que siente lo de él; lo de sus soldados, tal vez.
-Fue un amigo de la familia, le telefonearon avisándole que estaba muy grave, pero yo salí ese día.
-Grave,  ¿de muerte?
-Sí.
-No dejes de avisarme cualquier cosa.
-En cuanto lo sepa, pero no hay esperanza. Creo.
   “Ya se había ido el mensajero de la muerte y no tenía confirmación. Esperar era todo lo que cabía. Con la noticia oficial decidiría si tenía derecho o no a mostrar mi tristeza. Me inclinaba a creer que no.
   “Tenía deseos de fumar y saqué la pipa. Estaba, como siempre, en mi bolsillo. Yo no perdía mis pipas, como los soldados. Es que era muy importante para mí tenerla. En los caminos del humo se puede remontar cualquier distancia, diría que se pueden creer los propios planes y soñar con la victoria sin que parezca un sueño; sólo una realidad vaporosa por la distancia y las brumas que hay siempre en los caminos del humo. Muy buena compañera es la pipa; ¿cómo perder una cosa tan necesaria? Qué brutos.
   “No eran tan brutos; tenían actividad y cansancio de actividad. No hace falta pensar entonces y ¿para qué sirve una pipa sin pensar? Pero se puede soñar: sí, se puede soñar, pero la pipa es importante cuando se sueña a lo lejos; hacia un futuro cuyo único camino es el humo o un pasado tan lejano que hay necesidad de usar el mismo sendero. Pero los anhelos cercanos se sienten con otra parte del cuerpo, tienen pies vigorosos y vista joven; no necesitan el auxilio del humo. Ellos la perdían porque no les era imprescindible, no se pierden las cosas imprescindibles.
   “¿Tendría algo más de ese tipo? El pañuelo de gasa. Eso era distinto; me lo dio ella por si me herían en un brazo, sería un cabestrillo amoroso. La dificultad estaba en usarlo si me partían el carapacho. En realidad había una solución fácil, que me lo pusiera en la cabeza para aguantarme la quijada y me iría con él a la tumba. Leal hasta la muerte. Si quedaba tendido en un monte o me recogían los otros no habría pañuelito de gasa; me descompondría entre las hierbas o me exhibirían y tal vez saldría en el Life con una mirada agónica y desesperada fija en el instante del supremo miedo. Porque se tiene miedo, a qué no negarlo.
   “Por el humo, anduve mis viejos caminos y llegué a los rincones íntimos de mis miedos, siempre ligados a la muerte como esa nada turbadora e inexplicable, por más que nosotros, marxistas-leninistas explicamos muy bien la muerte como la nada. Y, ¿qué es esa nada? Nada: Explicación más sencilla y convincente imposible. La nada es nada; cierra tu cerebro, ponle un manto negro, si quieres, con un cielo de estrellas distantes, y esa es la nada-nada; equivalente: infinito.
   “¿Nunca has sentido un escalofrío en el espinazo leyendo las cargas al machete de Maceo?: eso es la vida después de la nada. Los hijos también. No quisiera sobrevivirme en mis hijos: ni me conocen; soy un cuerpo extraño que perturba a veces su tranquilidad, que siempre se interpone entre ellos y la madre.
   “Me imaginé a mi hijo grande y ella canosa, diciéndole, en tono de reproche: tu padre no hubiera hecho tal cosa, o tal otra. Sentí dentro de mí, hijo de mi padre yo, una rebeldía tremenda. Yo hijo no sabría si era verdad o no  que yo padre no hubiera hecho tal o cual cosa mala, pero me sentiría vejado, traicionado por ese recuerdo de yo padre que me refregaran a cada instante por la cara. Mi hijo debía ser un hombre; nada más, mejor o peor, pero un hombre. ¿Y mi madre? La pobre vieja. Oficialmente no tenía derecho todavía, debía esperar la confirmación.
   “Así andaba por mis rutas del humo cuando me interrumpió, gozoso de ser útil, un soldado”:
-¿No se le perdió nada?
-Nada -dije- asociándola a la otra de mi ensueño.
-Piense bien.
Palpé mis bolsillos; todo en orden.
-Nada.
-¿Y esta piedrecita? Yo se la vi en el llavero.
-¡Ah!, carajo.
   “Entonces me golpeó el reproche con fuerza salvaje. No se pierde nada necesario, vitalmente necesario. Y, ¿se vive si no se es necesario? Vegetativamente sí, un ser moral no, creo que no, al menos.
   “Sólo dos recuerdos pequeños llevé a la lucha: el pañuelo de gasa, de mi mujer y el llavero con la piedra, de mi madre, muy barato éste, ordinario; la piedra se despegó y la guardé en el bolsillo.
   “...tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga: "mi viejo", con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no la hacen llegar a las extremidades. Y las manos se estremecen y palpan más que acarician, pero la ternura resbala por fuera y las rodea y uno se siente tan bien, tan pequeñito y tan fuerte. No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese "mi viejo"...
-¿Está fuerte? A mí también me hace efectos; ayer casi me caigo cuando me iba a levantar: Es que no lo dejan secar bien, parece.
-Es una mierda, estoy esperando el pedido a ver si traen picadura como la gente. Uno tiene derecho a fumarse aunque sea una pipa, tranquilo y sabroso ¿no?...”
 



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